Dossier Isaac Deutscher -1-
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BIOGRAFÍA
Poeta de altura, militante comunista desde su juventud
universitaria, expulsado del partido polaco por
«sobrestimar el peligro nazi» en 1933, animador de
la importante y olvidada Oposición de Izquierda polaca,
crítico con la posición de Trotsky de constituir
la IVª Internacional contra unas condiciones
netamente adversas, periodista, historiador y crítico
literario, Isaac Deutscher fue una «rara avis» en lo
que se ha llamado indebidamente «marxismo occidental
». Por su biografía personal, así como por su
inquebrantable conciencia crítica, Deutscher no fue
lo que se dice un intelectual tradicional. Su labor de
investigador y escritor no estuvo en contradicción
con su pasión de activista que, empero, no pasó por
una vinculación orgánica. Una muestra de este
activismo la encontramos en su compromiso contra
la agresión yanqui al Vietnam que le llevó a ser uno
de los animadores del Tribunal Russell y a pronunciar
en los Estados Unidos algunas de sus conferencias
más brillantes y demoledoras.
Nacido en Cracovia (Polonia), en 1907, Deutscher
pertenecía al mundo judío centroeuropeo destruído
por el nazismo (responsabilidad que, burdamente, un
talento como Milan Kundera atribuye al estalinismo).
Hijo de una familia judía integrista, verdadero
niño prodigio, se desarrolló culturalmente en el ambiente
agobiante de la escuela religiosa judía llamada
khéder, lo que hace que su ulterior evolución pueda
considerarse como un milagro, y muchos, la mayoría,
de los que surgieron en dicho medio se reparten
entre las víctimas de los campos de concentración y
los fanáticos sionistas que blanden ahora la reaccionaria
concepción del «pueblo elegido» contra los
palestinos. Aunque la historia de este medio es muy
poco conocida —al menos antes de los trabajos de
Natham Weinstock publicados en francés por
Maspero—, el lector podrá acceder a ella, muy parcialmente,
a través de algunas de las narraciones de
Isaak Babel Todo parece indicar que la revolución
de 1917 fue determinante para toda una generación
de jóvenes judíos —esto lo confirman en sus memorias
gente tan poco sospechosa como Ben Gurión y
Golda Meir, o películas como «El violinista en el
tejado»--; fue un niño judío, hijo de comunistas, el
primero que demostró a Isaac que se podía pecar sin
que Yhavé se enfadara por ello. Sin duda existía ya
en su interior una predisposición, ya que aunque su
abuelo era un ortodoxo dominante y celoso, su padre,
un impresor enamorado de la cultura alemana,
era un secreto admirador de la heterodoxia, de personajes
como Espinosa, Heine y Lasalle (Pierre Frank
recordará a Deutscher buscando obras inéditas del
primero en Portobello), representantes de una tradición
herética,. revolucionaria y libertaria que
Deutscher ampliará con fervor hasta Marx, Freud,
Rosa Luxemburgo y Trotsky, sin olvidar a aquel militante
bolchevique desde 1905, Hearsch Mendel, que
compartirá con él la dirección de la Oposición Comunista
polaca y que representaba la impresionante
voluntad emancipatoria y cultural del sector más
avanzado del movimiento obrero de origen hebreo.
Dos planteamientos básicos surgen ya en el Deutscher
militante casi infantil de las juventudes comunistas
y permanecerán sólidamente a Io largo de sus años:
como hereje, en contradicción con tanto renegado
terminado por el nacional-socialismo, que sabía la
importancia de su componente revolucionario, den-
4 Trotski en el nadir
Dossier
ISAAC DEUTSCHER:
1 Esbozo biográfico
2 Octubre
3 Los dilemas morales de Lenin
5 Israel: Entrevista sobre la guerra árabe-israelí
6 Las raíces de la burocracia
Dossier Isaac Deutscher -2-
tro del cual surgió Deutscher, cuya familia desapareció
en la ignominia de los campos de concentración;
en segundo, una oposición irreductible al espíritu
oscurantista del ghetto, marcado por el sentimiento
de resistencia mirando hacia atrás de rodillas, y
que, con el tiempo, alimentará una facción cada vez
más envilecida del sionismo en Israel. Ambas posiciones
—fidelidad de clase y concepción abierta del
pensamiento—, llevarán a Deutscher a luchar contra
la corriente que durante los años cincuenta y sesenta
negará toda vigencia a las tradiciones socialistas
en Occidente —las teorías sobre la integración
del proletariado, preludio de las que ahora certifican
su muerte, y contra los anticomunistas que reducen
la historia de la URSS a los crímenes bárbaros de
Stalin.
El reflujo de los últimos años, la contraofensiva derechista
y neosocialdemócrata, las derrotas de la izquierda,
han hecho que las obras de Deutscher hayan
sufrido una pasada de menosprecio y de desinterés
a todas luces aberrante. Su lugar ha sido parcialmente
ocupado por una nueva hornada de ex-izquierdistas
—Heller, Castoriadis, Semprún y cia.-,
reconvertidos en intelectuales orgánicos de la era
reaganista, cuyo ascenso fue tan rápido como lo está
siendo ahora su caída. El cambio no podía ser más
miserable y empobrecedor. Textos como La conciencia
del ex-comunista (INPRECOR 52) o como
Orwell: el misticismo de la crueldad, no sólo alumbran
genialmente la crisis de la intelligentsia
«antitotalitaria» de los años cincuenta, sino que también
aclaran con maestría las trampas de unos renegados
que tratan de ahogar el niño de la revolución
con el agua sucia de las burocracias, con la apenas
oculta intención de buscar unos chivos expiatorios
detrás de los cuales ocultar el rostro de la barbarie
«contra» internacional. Las nuevas generaciones
insumisas deberán de reencontrar a Deutscher para
comprender-transformar el viejo mundo.
Una bibliografía en castellano
Deutscher comenzó a ser publicado en castellano a
principios de los años sesenta en revistas especializadas
de economía en las que firmaban liberales
como Fuentes Quintana o «felipes» como García
Díez, y otros que más tarde se arrepentirían de sus
«pecados juveniles». El primer libro suyo que apareció
legalmente aquí fue una traducción dual -una
en catalán y otra en castellano- de Stalin. Una biografía
política en Edició de Materials en la que trabajaban
algunos socialistas ahora convertidos en
«barones» del PSC. Esta misma editorial —verdaderamente
de vanguardia— publicó las dos primeras
partes del Trotsky, y no pudo publicar la tercera
porque fue desmantelada por un ministro de Información
y Turismo llamado Fraga Iribarne. Ambas
biografías aparecieron en México en la Editorial
ERA, en la que se encuentran la mayor parte de los
libros de Deutscher: Los sindicatos soviéticos, Rusia,
China y Occidente, El marxismo de nuestro tiempo,
así como La revolución inconclusa que recoge
su brillante discurso sobre el sesenta aniversario de
la revolución de Octubre y que vino a ser su testamento.
Un testamento soberbio en el que se trasluce
la rectificación de Deutscher en relación a sus esperanzas
desmentidas en el «reformista» de Jruschev.
Mientras que la biografía de Stalin tenía unas limitaciones
comprensibles por el hecho de que fue escrita
antes de !a muerte de Stalin, la de Trotsky ha sido
justamente considerada como la mejor biografía del
siglo por más que algunos de sus capítulos -el que
trata de España por ejemplo- necesiten un mayor
desarrollo. Deutscher tenía en mente hacer una
trilogía con otra biografía, la de Lenin, pero ésta no
fue posible por su fallecimiento y sólo dejó escrita
una primera parte sobre la juventud de Lenin, El águila
deja revolución, que también publicó ERA esta
vez en edición de bolsillo.
Otras editoriales publicaron otras obras suyas como
Judío no sionista (Ed. Ayuso), que incorpora trabajos
autobiográficos y unos deslumbrantes ensayos
sobre el Estado de Israel. Ariel (1971) publicó la recopilación,
Herejes y renegados; Península (1972),
sus Ironías de la historia y Martínez Roca (1973)
Rusia después de Stalin. Todas estas obras resultan
ahora poco asequibles, aunque se pueden encontrar.
Sería estupendo que alguien asumiera su reedición.
que es lo que se hace habitualmente con los clásicos.
Deutscher y la Cuarta Internacional.
Durante muchos años, la principal, sino la única,
fuente de información sobre la Cuarta internacional
fue la trilogía sobre Trotsky, de Deutcher, quien como
parte de la obra, repetió sus argumentos en el debate.
En 1964, en una conferencia Sobre las Internacionales
y el internacionalismo (incluido en la antología
El marxismo de nuestro tiempo, ERA, México,
pp.126-127), dictada ante la Socialist Society del
University College de Londres, sintetizó así su opinión:
«En 1933, después del acceso de Hitler al poder,
Trotsky consideró que la Tercera Internacional
estaba tan en bancarrota como la Segunda. Los trabajadores
alemanes no estaban, como pretendía el
especioso argumento de la Komintern, «en vísperas
de grandes batallas»; ya habían sufrido una terrible
derrota. El stalinismo, dijo Trotsky, había tenido su
«4 de agosto». Esta analogía llevó a Trotsky a la obDossier
Isaac Deutscher -3-
via conclusión de que entonces como en1914, había
llegado el momento de parararse para la construcción
de una nueva organización internacional, porque
la antigua yacía en ruinas. Trotsky, sin embargo,
estaba lleno de vacilaciones: no era fácil para él
volverle la espalda al «estado mayor de la revolución
mundial», del que había sido uno de los principales
arquitectos: él mismo señaló que, mientras que
en 1914 la IIª Internacional traicionó conscientemente
todos sus altos ideaIes, el Komintern, en 1933 había
facilitado la victoria del fascismo por pura estúpidez,
incuría y ceguera. El plan de organizar una nueva
Internacional fue madurando con lentitud en la mente
de Trotsky. Hubieron de transcurrir cuatro años de
propaganda y de trabajo de base antes de que se sintiera
listo para convocar un congreso constituyente.
(Exactamente el mismo espacio de tiempo transcurrió
desde el momento en 1915 en que él y Lenin
concibieron por primera vez la idea de la Tercera
Internacional, hasta que la organización quedó constituida.)
Pero la Cuarta Internacional nació muerta,
y ello se debió en buena medida a la inexistencia de
un movimiento revolucionario internacional que pudiera
insuflarle vida. Sin que él tuviera culpa de ello,
la Internacional de Trotsky se vio aislada del único
lugar donde había triunfado la revolución y donde
esa revolución, aunque monopolizada y deformada
por una burocracia opresora y mendaz, aún existía.
En cierto sentido, el mismo Trotsky había previsto
la circunstancia principal que habría de condenar a
su organización a la ineficacia cuando señaló que,
pese a la irresponsabilidad de la política de Stalin en
Alemania y en todas partes, los obreros revolucionarios
de todos los países seguían mirando hacia Moscú
en busca de inspiración y guía» Deutscher concluye
su conferencia con la siguiente lección: «que
la idea del internacionalismo es, después de todo,
más importante, más vital y más pertinente que las
Internacionales que se suceden las unas a las otras,
florecen y luego decaen y mueren. Las Internacionales
pasan; el internacionalismo sigue siendo el principio
vital de un nuevo mundo; y aun entre las ruinas
de las Internacionales yo continúo creyendo que la
idea del internacionalismo crecerá y florecerá como
una planta que crece y prospera entre las ruinas».
— o O o —
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O C T U B R E
La revolución de 1917 estalló en plena guerra mundial
en la que Rusia, aunque perteneciendo de hecho
a la coalición victoriosa, sufrió severas derrotas. En
cierto sentido algunos consideran que la revolución
se vio propiciada por el fracaso del ejército zarista.
Pero la realidad es que la guerra no hizo más que
acelerar un proceso que desde hacía varias décadas
estaba erosionando el viejo orden establecido; aceleración
que ya se había visto más de una vez intensificada
por otras derrotas militares. El zar intentó
evitar las consecuencias de su fracaso en la guerra
concediendo la emancipación de los siervos en 1861.
La derrota en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905
se vio inmediatamente seguida por un annus mirabilis
de revoluciones. Tras el desastre militar de 1915-1916
el movimiento empezó de nuevo desde el punto muerto
al que había llegado en 1905, con la diferencia
que en 1905 la insurrección de diciembre de los obreros
de Moscú, había significado la palabra fin de la
solución, mientras que en 1917 la revuelta armada
de Petrogrado fue la primera chispa. La organización
más importante creada por la revolución de 1905
fue el llamado «consejo de Representantes obreros»
o soviet de San Petersburgo. Tras un intervalo de
doce años, los primeros días del nuevo alzamiento,
aquella organización volvió de nuevo a vitalizarse
para convertirse en el foco principal del gran acontecimiento
que se avecinaba.
Al comparar la revolución soviética con la francesa
o con la puritana inglesa sorprende que lo que en las
últimas revoluciones citadas tardó años en resolver
en la revolución soviética fue solventado en la primera
semana del alzamiento. El clásico preludio de
otras revoluciones que casi siempre había sido un
enfrentamiento entre un monarca y alguna clase de
«cuerpo parlamentario» no existía en la revolución
soviética de 1917. Los que defendían el viejo absolutismo
de los Romanov apenas tuvieron ocasión de
hablar; desaparecieron de la escena casi al mismo
tiempo que se alzaba el telón. Los constitucionalistas
que habrían deseado conservar la monarquía, aunque
sometida a un cierto grado de control parlamentario,
no tuvieron siquiera ocasión de exponer su programa;
en los primeros días de la revolución la fuerza
de los sentimientos republicanos les obligaron a
arriar la bandera monárquica y a desarrollar su acción
política como constitucionalistas tout court.
Aquí no encontramos ningún paralelo con los estados
generales franceses o con el parlamento inglés
de las revoluciones a que nos hemos referido al principio.
La característica principal de los acontecimientos
de 1917 fue la lucha entre unos grupos que hasta
hacía poco tiempo habían formado el ala extremista
de la oposición clandestina: lo que podríamos llamar
Gironda rusa (los socialistas moderados) y la
Montaña rusa (los bolcheviques).
Dossier Isaac Deutscher -4-
La fase «constitucionalista» de la revolución había
dejado prácticamente de existir antes de 1917. En su
manifiesto de octubre de 1905 Nicolás II había prometido
acceder a la formación de un parlamento representativo.
Pero si Carlos I de Inglaterra o Luis
XVI de Francia hicieron, antes de ser destronados,
concesión tras concesión a sus instituciones parlamentarias,
el zar se «recuperó» pronto del pánico de
1905 y pretendió reafirmarse como el autócrata de
todas las Rusias. La historia política de los años 1906-
16 se caracteriza por un proceso de progresiva decadencia
de las Dumas. Las Dumas eran simples organismos
consultivos sin derecho alguno a controlar al
gobierno; eran disueltas cómo y cuándo el zar quería
mediante simple decreto, y sus miembros eran frecuentemente
encarcelados o deportados. En marzo
de 1917 no había por tanto auténticas instituciones
parlamentarias que sirviesen como plataforma en la
que pudieran dialogar las partes enfrentadas. Así las
cosas, el soviet está predestinado a convertirse en el
motor y centro del movimiento revolucionario.
El zarismo no aprendió la lección que supusieron los
acontecimientos de 1905. No solamente continuó el
gobierno autocrático sino que lo hizo en una atmósfera
de creciente corrupción y decadencia en la que
fue posible un escándalo tan grotesco como el de
Rasputín. La estructura social y económica del país
permaneció invariable en lo esencial. Unos treinta
mil terratenientes poseían nada menos que unos 70
millones de desjatines de tierra(1)
La comparación con los 75 millones de desjatine que
poseían los 10,5 millones de campesinos censados
era a todas luces escandalosa. Un tercio del campesinado
no poseía tierra alguna. El nivel técnico de la
agricultura era «criminalmente» bajo. Según el censo
de 1910 solamente había 4,2 millones de arados
de hierro y menos de medio millón de traíllas también
de hierro frente a diez millones de arados de
madera, y veinticinco millones de traíllas también
de madera. La tracción mecánica era prácticamente
desconocida. En más de una tercera parte de las granjas
no tenían ningún tipo de herramientas agrícolas
y en el 30 % de las mismas ni una sola cabeza de
ganado. No hay pues que so»prenderse de que en los
años inmediatamente anteriores a la guerra el rendimiento
cerealista medio por acre fuese sólo una tercera
parte del obtenido por los granjeros alemanes y
la mitad del que obtenían los campesinos franceses.
Esta escandalosa pobreza se veía aún más agravada
por los cada vez más fuertes tributos anuales que el
campesinado debía pagar a los terratenientes (aproximadamente
entre 400 y 500 millones de rublos-oro
al año).
Más de la mitad de las haciendas hipotecadas por el
«Banco de la nobleza» las tenían en arriendo los campesinos
en condiciones diversas, pero que eran casi
las mismas de las de la época feudal. La parte que se
llevaba el terrateniente era a menudo el cincuenta
por ciento de la cosecha. Más de cincuenta años después
de la «emancipación» oficial de los siervos, la
situación de servidumbre persistía en la práctica en
muchos casos y en algunas zonas, como, por ejemplo,
en el Cáucaso donde la «servidumbre temporal»
siguió practicándose hasta 1912. El clamor para que
se redujesen las rentas impuestas por los terratenientes
y la reducción y abolición de la «servidumbre»
era cada vez más insistente y al no ser atendido este
clamor se convirtió en la exigencia de que los terratenientes
fuesen totalmente desposeídos de sus tierras
y que las mismas fuesen distribuidas entre el
campesinado.
Todo esto tenía que conducir al zarismo, en un plazo
más o menos largo, al desastre total. La guerra contribuyó
decisivamente a excitar los ánimos del campesinado.
Las continuas movilizaciones que tuvieron
lugar entre 1914 y 1916 privaron a la agricultura
de casi la mitad de su mano de obra; el ganado (el
poco que había) era sacrificado en masa para las necesidades
del ejército y el rendimiento agrícola descendió
un veinticinco por ciento respecto de la media
normal, mientras las importaciones del extranjero
(de las que ya en tiempo de paz dependía la agricultura
para subvenir a las necesidades del país) quedaron
prácticamentete paralizadas. Al disminuir la
producción en forma tan grave, el pago de las rentas
se hizo insoportable para los campesinos y el deseo
de éstos por hacerse con tierras para su explotación
integral se convirtió en algo desesperado e irresistible.
Entre 1905 y 1917 solamente se intentó una
reforma agraria de cierta envergadura: la reforma de
Stolypin de noviembre de 1906, quien había intentado
conseguir la formación de una capa de granjeros
ricos sobre la que el régimen zarista pudiese apoyarse.
Pero los logros de tal reforma fueron insignificantes
y, por otra parte, se vieron minados por la
guerra mundial.
La pobreza agrícola se veía acompañada por el atraso
industrial. En vísperas de la guerra la producción
rusa de hierro era de 30 kilos por cabeza frente a los
203 que producía Alemania, a los 228 de Gran Bretaña
ya los 326 de los Estados Unidos. La producción
de carbón era en Rusia de 0,2 toneladas por cabeza,
de 2,8 toneladas en Alemania, de 6,3 toneladas
en Gran Bretaña y de 5,3 toneladas en los Estados
Unidos. El consumo de algodón era de 3,1 kilos por
cabeza en Rusia, frente a los 19 de Gran Bretaña ya
los 14 de los Estados Unidos. No había en Rusia más
Dossier Isaac Deutscher -5-
que una incipiente electrificación y una, también incipiente,
industria de construcción de maquinaria;
no había industrias de máquinas-herramientas, no
había complejos químicos ni fábricas de automóviles.
Durante la guerra la producción de armamento
se intensificó, pero el rendimiento de las industrias
básicas se redujo. Entre 1914-1917 no se fabricaron
más que 3,3 millones de rifles para un total de quince
millones de hombres que habían sido movilizados.
El atraso industrial se tradujo inevitablemente
en debilidad militar a pesar de las entregas de armas
y municiones que los aliados hicieron al gobierno
ruso. Y, a pesar de todo lo anterior y por extraña paradoja,
la industria rusa era, en un aspecto, la más
moderna del mundo: estaba muy concentrada y el
coeficiente de concentración era incluso superior al
de los Estados Unidos. Más de la mitad del proletariado
industrial ruso trabajaba en industrias que empleaban
a más de quinientas personas. Esto tendría
consecuencias políticas porque esta concentración
sin precedentes daba al proletariado ruso la oportunidad
de llegar a un alto grado de organización política
y fue uno de los factores que permitieron al proletariado
ruso desempeñar un papel decisivo en la
revolución soviética. Pero, antes de que la clase obrera
que iba a ser, junto a los intelectuales, la que evidenciase
toda su fuerza, la debilidad del régimen allanó
el camino al agravar su propia situación debido a
la bancarrota financiera.
La guerra mundial obligó a gastar a Rusia más de
cuarenta y siete mil millones de rubIos y de esta cantidad
sólo algo menos de la décima parte procedía
del presupuesto ordinario, porque los préstamos de
guerra (del interior y del exterior) alcanzaron la cifra
de cuarenta y dos millones de rubIos. La inflación
era terrible: en el verano de 1917 la circulación
fiduciaria era diez veces superior a la de 1914. Al
estallar la revolución el coste de la vida era siete veces
superior al de antes de la guerra mundial. A lo
largo del 1916 estallaron frecuentes huelgas y disturbios
en Petrogrado(2), Moscú y otros centros industriales.
«Si la posteridad reniega de esta revolución
renegará de nosotros por haber sido incapaces
de evitarlo haciendo nosotros una revolución desde
arriba». Así es como Maklákov (uno de los líderes
de la burguesía liberal) resumía la actitud de la corte,
del gobierno y también de la clase media liberal
en vísperas del alzamiento. Bien es cierto que la oposición
liberal y semiliberal de la Duma previó la tormenta
que se avecinaba.
En agosto de 1915, tras unas derrotas militares que
costaron a Rusia tres millones y medio de hombres y
que le supusieron la pérdida de Galitzia y Polonia, el
bloque que formaban la oposición en la Duma fue
ganando fuerza y adeptos. Este bloque englobaba a
los demócratas constitucionalistas dirigidos por P.
N. Miliukov y por el príncipe G. E. Lvov; los
octubristas (dirigidos por A. I. Guchkov), es decir,
los conservadores que habían abandonado la petición
de que se formase un gobierno constitucional y
que se habían reconciliado con la autocracia, y un
grupo de nacionalistas de extrema derecha cuyo portavoz
era V. V. Shulgin.
Este bloque, que ya hemos dicho que iba ganando
fuerza progresivamente, se enfrentaba al zar (aunque
con cierta timidez) pidiendo la formación de un
gobierno que «disfrutase de la confianza del país» .
Esta fórmula ni siquiera implicaba que el nuevo gobierno
tuviese que rendir cuentas ante la Duma porque
el «bloque» no pedía al zar que cediese parte de
sus poderes autocráticos sino simplemente que los
hiciese más digeribles. La principal preocupación de
los progresistas era el destino de la guerra. Los líderes
de la «oposición» estaban alarmados por el derrotismo
que reinaba en la corte, Además había amplios
sectores que creían que el zar estaba dispuesto
a buscar la paz separada con Alemania. La camarilla
de Rasputín, cuyo poder procedía de la mística admiración
de la zarina por aquel analfabeto y
lincencioso monje siberiano, era la más sospechosa
de propagar el derrotismo. Los líderes del bloque
progresista estaban unidos en la determinación de
proseguir la guerra y, en esto, se veían alentados por
los delegados de las potencias occidentales en la capital
rusa. No faltaban conatos de oposición en el
mando supremo. El general Brussilov, comandante
en jefe, maniobraba de una forma un tanto confusa.
Una conspiración dirigida contra el zar fue atribuida
a otro militar de alto rango: el general Krymov.
El zar seguía obstinado en no hacer concesión alguna.
Los cortesanos intentaron por todos los medios
apearle de su actitud para evitar la «arribada» de un
Necker o un Turgot rusos que abriesen las compuertas
a la revolución. Del 3 al 16 de septiembre de 1915
el zar decretó la «temporal dispersión» de la Duma;
nombró un nuevo gobierno pero lo hizo exclusivamente
para humillar al bloque progresista y a la oposición
en general. A cada nueva reorganización ministerial
accedían al poder individuos tenebrosos que
no hacían más que cargar, más de lo que estaba, la
atmósfera derrotista. En dos años de guerra, Rusia
tuvo cuatro primeros ministros, seis ministros del
Interior, tres ministros de Asuntos Exteriores y tres
ministros de Defensa.
Llegaban uno tras otro..—escribía Miliukov, historiador
de la revolución- y pasaban como sombras
dejando paso a gente que no era más que... protegiDossier
Isaac Deutscher -6-
dos de la camarilla de la corte». A finales de 1916 la
Duma volvió a reunirse y los líderes del bloque progresista
expresaron abiertamente no ya sus temores
sino su alarma. En una filípica de Miliukov, en la
que por primera vez denunciaba... públicamente a la
propia zarina, blandió contra el gobierno su agresiva
pregunta: «¿Qué es esto, traición o estupidez?» Pero
la respuesta del zar fue la de costumbre: no dejar
hablar a nadie y disolver la Duma. Las compuertas
se cerraron herméticamente ante el río de la revolución
con el resultado de que el nivel de las aguas
revolucionarias iba creciendo hasta que llegó a un
punto en que desbordó todas las barreras para anegar
la vieja monarquía de los Romanov.
La futilidad de todos los intentos para inducir. al zar
a cambiar de actitud se vio subrayada por el asesinato
de Rasputín, «el genio maligno de la corte», en la
noche del 17/30 al 18/31 de diciembre de 1916. El
«monje sagrado» fue asesinado por el príncipe
Yussupov, un pariente del zar, en presencia de otros
cortesanos. Aquel acontecimiento demostró a todo
el país la realidad de las disensiones en el seno de la
clase gobernante (lo que en realidad pretendían los
asesinos de Rasputín era acabar con la facción progermana
de la corte). Durante algún tiempo se alentaron
esperanzas de un cambio en los métodos del
gobierno pero éstas no tardaron en verse defraudadas.
El zar y la zarina, resentidos por el asesinato de su
«sagrado amigo», se aferraron aún con mayor obstinación
a sus métodos tradicionales. El comportamiento
de ambos sirvió de lección (una lección que el
pueblo asimiló perfectamente) en el sentido de que
el derrocamiento de una camarilla cortesana no bastaba
para hacer posibles los cambios que todos deseaban;
aprendieron que la situación que provocaba
las reivindicaciones del pueblo estaba encarnada en
el propio zar y más concreta y ampliamente en todo
el orden constitucional monárquico. Paralelamente
a estos acontecimientos el país se sumía cada vez
más profundamente en el caos: derrotas en el campo
de batalla, hambre en el pueblo, fraudes y orgías en
la corte y una interminable serie de movilizaciones.
Todo ello irritó al pueblo, que se mostraba cada vez
más inquieto.
«El gobierno -escribió Trotsky- pretendía evitar su
propio hundimiento con continuas movilizaciones y
dar a los aliados toda la carne de cañón que necesitasen.
Unos quince millones de hombres fueron movilizados
para cubrir... todos los puntos estratégicos y
obligados a pasar por toda suerte de calamidades.
Porque sí aquellas masas debilitadas no eran en el
frente más que una fuerza imaginaria, en el interior
del país eran una poderosa fuerza de erosión. Se contabilizaron
unos veinticinco millones entre muertos,
heridos y prisioneros. El número de desertores fue
enorme. En julio de 1915 los ministros parecían contratarse
a sí mismos como plañideras: iPobre Rusia!
, incluso su ejército, que en el pasado atronó el mundo
con sus victorias...se ha convertido en una masa
de cobardes y desertores».
Y, sin embargo, cuando estalló la revolución casi
nadie le atribuyó el carácter decisivamente histórico
que iba a tener. Al igual que ocurriera con la Revolución
francesa, la soviética fue tomada al principio
por una simple sublevación y no sólo por el zar, por
la corte y por la oposición liberal, sino por los propios
revolucionarios.
Todo el mundo se vio desbordado por la. fuerza intrínseca
de los acontecimientos. El zar continuó con
su táctica de esgrimir amenazas hasta el mismo momento
de su abdicación. Los líderes octubristas presionaban,
como máximo, en favor de un cambio ministerial
cuando era el propio zar la persona y el símbolo
que resultaba inaceptable para el país; después
exhortaron al zar que abdicase en favor de su hijo o
de su hermano cuando era toda la dinastía Romanov
lo que el pueblo rechazaba y cuando la república era
ya un hecho consumado.
Por otra parte, el grupo clandestino que aglutinaba
el socialismo (bolcheviques, mencheviques y socialrevolucionarios)
creía ser testigo de una serie de brotes
revolucionarios cuando éstos culminaron en manifestaciones
y en una huelga general. Todos ellos
se mostraban profundamente preocupados por la reacción
de las fuerzas armadas, que podían sabotear
la huelga general en lugar de unírseles y cuando se
encontraron con el poder en las manos, no veían muy
claro cuál iba a ser en definitiva el resultado real de
la lucha. Después, la preocupación de los revolucionarios
se centró en ver dónde y en qué nombres concretos
debían delegar las máximas responsabilidades.
No cabe duda de que los propios revolucionarios
estaban aún hipnotizados por la potencia del viejo
régimen que se había desintegrado hasta llegar al
colapso total.
Esta fue, muy resumida, la secuencia de los acontecimientos.
El 23 de febrero (8 de marzo) gran parte
de los obreros de Petrogrado fueron a la huelga. Las
amas de casa salieron a la calle a participar en manifestaciones
(coincidiendo con el día internacional de
la mujer). La gente asaltó varias panaderías pero, en
realidad, los disturbios no tuvieron, graves consecuencias.
Al día siguiente prosiguió la huelga. Los
manifestantes, tras conseguir romper los cordones
de la policía, llegaron al centro de la ciudad protesDossier
Isaac Deutscher -7-
tando de hambre, debida fundamentalmente a la falta
de pan y antes de ser dispersados, los gritos de
«iAbajo la autocracia!», atronaron las calles.
El 25 de febrero (10 de marzo) todas las fábricas y
establecimientos industriales de la capital quedaron
paralizados. En los barrios de la periferia los obreros
desarmaron a la policía. Para reprimir a los
sediciosos fueron enviadas de su cuartel general tropas
militares; hubo algunos encuentros, pero, en
general, los soldados evitaron disparar contra los
obreros. Los cosacos, que habían tenido una participación
tan importante en la represión de la revolución
de 1905, decidieron apoyar a los manifestantes
contra la policía. Al día siguiente el zar dio la orden
de disolver la Duma. Los líderes de la Duma se mostraban
aún temerosos de desafiar la autoridad del zar
y decidieron no convocarla clandestinamente pero
hicieron que los diputados no abandonasen la capital.
Entre estos diputados se formó un comité para
no perder el contacto «corporativo» con los acontecimientos.
Aquel mismo día el zar ordenó al general
que estaba al mando de la guarnición de Petrogrado
que aplastase el movimiento revolucionario. En muchos
puntos los jefes militares ordenaron a los soldados
que disparasen contra la multitud. Por la tarde
toda la guarnición daba muestras de gran nerviosismo;
los soldados celebraron «asambleas» en sus cuarteles
para decidir sí debían obedecer la orden de disparar
contra los obreros desarmados.
El 27 de febrero (12 de marzo) fue el día decisivo.
Nuevas secciones de la guarnición se unieron a la
revolución. Los soldados compartieron sus armas y
sus municiones con los obreros. La policía decidió
desaparecer de la calle y la marea revolucionaria
adquirió tal ímpetu que, por la tarde, el gobierno estaba
completamente aislado, no le quedaba más refugio
que el Palacio de Invierno y el edificio del almirantazgo.
Los ministros todavía albergaban la esperanza de
aplastar la revolución con la ayuda de las tropas que
el zar había ordenado venir desde el frente de
Petrogrado. A última hora de la tarde los líderes de
los comités huelguísticos, delegados de las fábricas,
designados por elección, y representantes de los partidos
de ideario socialista se reunieron para formar
el consejo de delegados de los trabajadores (el soviet).
A la mañana del día siguiente quedó perfectamente
claro que las tropas del frente de Petrogrado
no iban a salvar al gobierno, sencillamente porque
los ferroviarios se habían encargado de interrumpir
los transportes militares desde ese frente.
La guarnición de la capital estaba totalmente «revolucionada
». Los regimientos eligirían unos delegados
que pronto serían admitidos como miembros del
soviet que cambió su nombre adoptando el de consejo
de los delegados de los obreros y soldados. El
soviet, al que obreros y soldados prestaban una obediencia
completa, era entonces el único poder real
que existía en el país. Se decidió formar una milicia
obrera, cuidar del aprovisionamiento de la capital y
ordenar que se restableciese la normalidad en los
ferrocarriles siempre que no afectase a la estrategia
militar. Los más exaltados asaltaron la fortaleza de
Schlüsselburg (la Bastilla rusa) y liberaron a los presos
políticos. Los ministros zaristas fueron arrestados.
Ante la realidad de los hechos consumados, ante la
realidad de la revolución triunfante y de la fuerza
con que el soviet asía las riendas del poder, el comité
de la Duma que hasta entonces no se había atrevido
a desairar la autoridad de zar tuvo que admitir la formación
de un nuevo gobierno. El 10 de marzo (14 de
marzo) se acordó la formación de un gobierno provisional
presidido por el príncipe Lvov, que incluía
a los octubristas, pero no a los representantes de los
partidos de ideario socialista.
Solamente Kerensky estaba en la lista ministerial,
para la cartera de Justicia, pero Kerensky fue propuesto
para el cargo en consideración a sus aptitudes
personales pero no como representante de un
partido. El día de su formación, el gobierno provisional
envió a Guchkov y a Shulgin al zar para persuadirle
de que abdicase en favor del «zarevich»
Alexi. El zar no opuso resistencia pero decidió abdicar
en favor de su hermano el gran duque Mijhail y
no en favor de su hijo. El 2 (15) de marzo firmó la
abdicación. Entre tanto, Milukov, que era ministro
de Asuntos Exteriores del gobierno provisional, anunció
públicamente la abdicación antes de conocer siquiera
las condiciones y detalles. Dijo en un discurso
dirigido a los oficiales del ejército, que el zar sería
sucedido por su hijo y que hasta que el sucesor
alcanzase la mayoría de edad el gran duque Mijhail
gobernaría en calidad de regente. Los oficiales reunidos
con ocasión del discurso dijeron que no estaban
dispuestos a volver a sus respectivos destinos a
menos que el anuncio de la regencia fuese retirado.
En el soviet, Kerensky ya había hablado en favor de
una república y sus palabras habían sido acogidas
con clamorosas ovaciones. El gobierno provisional
se encontraba dividido y ministros monárquicos y
republicanos expusieron las respectivas posiciones
al gran duque Mijhail.
Milukov urgía al gran duque para que aceptase la
sucesión mientras Rodzianko, presidente de la Duma,
y Kerensky aconsejaban la abdicación. El gran duque
se resignó, pero el gobierno provisional era inDossier
Isaac Deutscher -8-
capaz de pronunciarse de una forma decidida por las
fórmulas republicana o monárquica y decidió dejar
el problema en el aire hasta que se reuniese una asamblea
constituyente. Desde el instante mismo de su
formación, el gobierno provisional y el soviet de
Petrogrado quedaron enfrentados como auténticos
rivales. El soviet no tenía ningún «título» legal en el
que apoyar su autoridad sino que representaba la
nueva legalidad dimanante de las fuerzas que habían
hecho triunfar la revolución. Es decir, los obreros y
los soldados en unión de los intelectuales.
El gobierno provisional se veía respaldado por las
clases media y acomodada. Pero sus «títulos» legales
eran también dudosos. Es cierto que el zar firmó
un decreto por el cual se nombraba al príncipe Lvov
como Primer Ministro, pero los historiadores no están
seguros de si firmó antes o después de la abdicación.
En la confusión de aquellos días preñados de
acontecimientos los líderes del nuevo gobierno parecieron
olvidar las «bondades de los procedimientos
constitucionales y es posible que el zar sancionase
la formación del gobierno del príncipe Lvov en
un momento en el que, legalmente, su sanción no
tenía validez. Sea como fuere, el caso es que la revolución
eliminó al zar en cuanto fuente legal de poder.
El gobierno provisional representaba a la última
Duma que, como sabemos, había sido disuelta por el
zar antes de su abdicación. La Duma había sido elegida
sobre la base de una ley electoral resultante del
golpe de estado de Stolypin del 3 (16) de julio de
1907 que le daba una palmaria falta de
representatividad. Esta circunstancia explica la impopularidad
de la Duma en 1917 y su consiguiente
eclipse. Pero la principal debilidad del gobierno provisional
era su incapacidad para ejercer el poder de
manera efectiva. Las clases medias a las que representaba
se hallaban presas del pánico y políticamente
desorganizadas y por lo tanto nada tenía que hacer
frente a los obreros armados en unión del ejército rebelde.
El gobierno provisional sólo podía, por lo tanto,
ejercer sus funciones si el soviet de Petrogrado y
los soviets de provincias colaboraban. Pero los objetivos
de unos y otros eran muy distintos. Los ministros
más influyentes -Lvov, Milukov, Guchkov- confiaban
en la restauración de una monarquía constitucional;
albergaban la esperanza de que remitiese la marea revolucionaria
y estaban dispuestos a hacer todo lo posible
para que así fuese; estaban, en definitiva, dispuestos
a volver a imponer a los obreros la vieja disciplina
industrial y a evitar la reforma agraria.
Finalmente se decidieron a continuar la guerra con
la esperanza de que la victoria daría a Rusia el control
de los Dardanelos y de los Balcanes según lo
prometido en el secreto tratado de Londres (1915).
Ninguno de estos objetivos podía ser abandonado
sin provocar la indignación popular.
Los soviets, por otra parte, no se apoyaban solamente
en la clase obrera (porque, por ejemplo, en
Petrogrado contaron con la guarnición militar). Gracias
a sus procedimientos de representación estaban
en estrecho contacto con las masas y en una situación
idónea para reaccionar de acuerdo con la «temperatura
» de las mismas. Los miembros de cualquiera
de los soviets salían mediante elección de la masa
obrera de las fábricas y el sistema se aplicaba asimismo
en todos los cuerpos militares. Pero los diputados
no se elegían para un período determinado y el
electorado podía repudiar a cualquier responsable
elegido sí no estaba de acuerdo con su gestión y elegir
a otro en su lugar. Aquí radica una de las innovaciones
introducidas por los soviéticos en los sistemas
electorales; una innovación que más tarde seguirían
aplicando en la práctica aunque no estuviese
«constitucionalmente» definida. Como mecanismo
representativo, los soviets tenían una base restringida
en los parlamentos elegidos por sufragio universal:
eran por definición organismos de clase, su sistema
de elección excluía cualquier representación por
parte de la alta y media burguesía. Por otra parte, los
soviets de 1917 representaban a sus electores de forma
mucho más directa que cualquier otra institución
parlamentaria. Los diputados permanecían bajo
el constante y vigilante control del electorado y muchas
veces depuestos. Así pues, se modificaba constantemente
imposición de los soviets de las fábricas,
de los regimientos y de las organizaciones agrícolas.
Además, como los votos no representaban divisiones
administrativas sino unidades productivas o militares,
su capacidad :de acción revolucionaria era
enorme.
Tenían el mismo poder que gigantescos comités de
agitación que impartían órdenes a los obreros de las
fábricas, de las estaciones de ferrocarril, de los servicios
municipales, etc. Los diputados eran legisladores
sui generis, a la vez ejecutivos y comisarios.
La vieja división entre las funciones legislativas y
las ejecutivas desapareció. Hacia el final de la revolución
de febrero (marzo) el soviet de Petrogrado se
convirtió en el organismo dirigente de la revolución.
Ocho meses después volvería a desempeñar el mismo
papel.
Y, sin embargo, tras los acontecimientos de febrero
(marzo) el soviet, más que impulsar la marea revolucionaria,
se vio arrastrado por ella. Sus dirigentes se
encontraban ante el panorama de su propio poder y
el temor a usar del mismo. El 2 (15) de marzo el
soviet de Petrogrado decretó la famosa orden nº 1.
Dossier Isaac Deutscher -9-
En virtud de la misma los representantes de los soldados
eran admitidos en el soviets, se pedía a los
soldados que eligiesen sus comités; se les permitía
participar en las
______________
(1) Durante la guerra mundial San Petersburgo fue
rebautizada con el nombre de Petrogrado.
(2) Un desjatine equivale a 1,O9 hectáreas.
——— o O o ———
- 3 -
LOS DILEMAS MORALES DE LENIN
Lenin evocaba a menudo los ejemplos de Cromwell
y Robespierre, y definía el papel del bolchevique
como el de un «jacobino moderno, que actúa en estrecho
contacto con la clase obrera, como agente revolucionarlo
suyo». Sin embargo, a diferencia de los
dirigentes jacobinos y puritanos, Lenin no fue un moralista.
Evocaba a Robespierre y a Cromwell como
hombres de acción y como maestros de estrategia
revolucionaria; no como ideólogos. Recordaba que
incluso como dirigentes de revoluciones burguesas,
Robespierre y Cromwell estuvieron en conflicto con
la burguesía, que no comprendía siquiera las necesidades
de la sociedad burguesa, y que tuvieron que
recurrir a las clases inferiores, al pueblo bajo, a los
artesanos y a las plebes urbanas. De la experiencia
puritana y jacobina Lenin sacó también la lección de
que es algo natural a la revolución excederse a sí misma
para realizar su tarea histórica: los revolucionarios,
por regla general, se proponían algo que en su
época era inalcanzable para garantizar lo que sí lo era.
Pero, mientras que puritanos y jacobinos eran guiados
en sus conciencias por absolutos morales,
Cromwell por «la palabra de Dios» y Robespierre
por una idea metafísica de virtud, Lenin se negó a
atribuir validez absoluta a ningún principio o norma
ética. No aceptaba ninguna moralidad suprahistórica,
ningún imperativo categórico, fuera éste religioso o
secular. Al igual que Marx, consideraba las ideas éticas
del hombre como parte de su consciencia social,
la cual es frecuentemente una falsa consciencia, que
refleja y vela, transfigura y glorifica, determinadas
necesidades sociales, determinados intereses de clases
y determinadas exigencias de la autoridad.
Por consiguiente, Lenin se enfrentaba a las cuestiones
de moral dentro de un espíritu de relativismo histórico.
Pero sería un error confundir esto con la indiferencia
moral. Lenin fue un hombre de principios,
y sobre la base de estos principios actuó con una
entrega extraordinaria y desinteresada y con intensa
pasión moral. Creo que fue Bujarin el primero en
decir que la filosofía leninista del determinismo histórico
tiene en común con la doctrina puritana de la
predestinación que, en vez de adormecer el sentido
de la responsabilidad moral personal, lo refuerza.
Cromwell y Robespierre se convirtieron en revolucionarios
cuando les arrastró la corriente de la revolución
real; ninguno de los dos había decidido, al
comienzo de sus carreras, trabajar por el derrocamiento
del sistema de gobierno establecido. Lenin,
por el contrario, emprendió deliberadamente el camino
del revolucionario más de un cuarto de siglo
antes de 1917. Solamente estuvo en el poder seis años
de los treinta que duró su actividad política: durante
veinticuatro años fue un proscrito, un luchador oculto,
un preso político y un exiliado. Durante esos veinticuatro
años no esperó más recompensa por su lucha
que la satisfacción moral. Incluso en enero de
1917 dijo, en una reunión pública, que él y los hombres
de su generación probablemente no vivirían lo
suficiente para ver el triunfo de la revolución en
Rusia. ¿Qué es, pues, lo que le dio a Lenin, un hombre
político genial pero también de extraordinaria
capacidad en muchos otros campos, la fuerza moral
necesaria para condenarse a sí mismo a la persecución
y a la penuria al servicio de una causa cuya victoria
ni siquiera esperaba ver?
Fue el viejo sueño de la libertad humana. Él, el más
realista de los revolucionarios, acostumbraba a decir
que es imposible ser un revolucionario sin ser un
soñador y sin tener una vena de romanticismo. El
aumento de la libertad humana implicaba para él, en
primer lugar, la liberación de Rusia del zarismo y de
un modo de vida arraigado en la antigua servidumbre.
Implicaba finalmente la liberación de la sociedad
en general de la menos evidente pero no menos
real dominación del hombre por el hombre, inherente
al predominio de la propiedad burguesa. Veía, en
la contradicción entre el carácter social de la producción
moderna y el carácter antisocial de la propiedad
burguesa la principal fuente de ese
irracionalismo que condena a la sociedad moderna a
las crisis y guerras periódicas, y que hace imposible
que la humanidad empiece a ser dueña de su propio
destino Si para MiIton los ingleses fieles al rey no
eran hombres libres, para Lenin la fidelidad a la sociedad
burguesa y a sus formas de propiedad era
igualmente la esclavitud moral. Para él solamente
era moral la acción que aceleraba el final del orden
burgués y la implantación de la dictadura del proletariado;
creía que únicamente semejante dictadura
Dossier Isaac Deutscher -10-
abriría camino a una sociedad sin clases y sin Estado.
Lenin fue consciente de la contradicción inherente a
esta actitud. Su ideal era una sociedad libre del dominio
de clase y de la autoridad estatal, pero, de modo
inmediato, trataba de implantar la supremacía de una
clase, la clase obrera, y de fundar un nuevo Estado,
la dictadura del proletariado. Trataba de resolver este
dilema insistiendo en que, a diferencia de los demás
Estados, la dictadura del proletariado no necesitaría
máquina gubernamental opresora alguna: no sería
necesaria una burocracia privilegiada que, por regla
general, «se separa del pueblo, se eleva por encima
de él y se opone a él». En su obra EI Estado y la
Revolución, que escribió en vísperas de la toma del
poder por los bolcheviques, describió la dictadura
del proletariado como una especie de para-Estado,
un Estado constituido por «el pueblo armado», y no
por una burocracia; un Estado que se disolvería
progresivamente en Ia sociedad y que prepararía su
propia extinción.
Aquí, en esta concepción, y en su conflicto con las
realidades de la revolución rusa, estuvo la fuente de
la única crisis moral verdaderamente grande y aplastante
que conoció Lenin: la crisis del final de su vida.
A menudo había tenido que afrontar graves dilemas,
que someter sus ideas a la prueba de la experiencia,
que revisarlas, volver sobre sus pasos, reconocer la
derrota y —lo que era más difícil— admitir el error;
conoció momentos de vacilación, de angustia e incluso
de derrumbamiento nervioso, pues al Lenin real
—no al Lenin de la iconografía soviética— nada
humano le era ajeno. Padeció las más graves tensiones
nerviosas, siempre que tuvo que enfrentarse a
sus antiguos amigos como enemigos políticos. Ni
siquiera al final de su vida superó el dolor que le
había causado su ruptura con Martov, el dirigente de
los mencheviques. Le afectó profundamente el comportamiento
de los dirigentes de la Internacional
Socialista en 1914, al estallar la Primera Guerra
Mundial, cuando decidió romper con ellos como
«traidores al socialismo». Pero en ninguno de estos
y otros acontecimientos políticos importantes experimentó
nada parecido a una crisis moral.
Permítaseme dar otros dos ejemplos: en 1917 se había
comprometido a convocar y apoyar la Asamblea
Constituyente. A comienzos de 1918 la convocó y la
disolvió. Pero este acto no le ocasionó remordimientos.
Debía su fidelidad a la Revolución de Octubre y
a los soviets, y cuando la Asamblea Constituyente
adoptó una actitud de irreductible oposición a ambos,
ordenó su disolución casi con humorística ecuanimidad.
También en 1917 se había comprometido a
sí mismo y a su partido a luchar por la revolución
mundial e incluso a apoyar una guerra revolucionaria
contra la Alemania de los Hohenzollern. Pero a
comienzos de 1918, en Brest Litovsk, llegó a un
acuerdo con el gobierno del Kaiser y firmó con él
una paz «vergonzosa», como la calificó él mismo.
Pero no creyó haber roto su compromiso: estaba convencido
de que al firmar la paz se aseguraba un respiro
a la revolución rusa, y de que esto era, por el
momento, el mejor servicio que podía hacer a la revolución
mundial.
En esta situación, y en otras parecidas, sostuvo que
réculer pour mieux sauter era una máxima sólida.
No veía nada deshonroso en el comportamiento de
un revolucionario que siempre que el revolucionario
reconozca su retirada como una retirada y no se la
represente equivocadamente como un progreso. Esto,
incidentalmente, es una de Ias importantes diferencias
existentes entre Lenin y Stalin, y se trata de una
diferencia moral: la diferencia entre la veracidad y
la mendacidad burocrática, deseosa de hacer méritos.
Precisamente cuando tenía que rendirse a las
conveniencias y actuar «de manera oportunista» era
cuando Lenin estaba más ansioso de preservar el sentido
de la orientación de su partido, y conservaba
una consciencia clara del objetivo por el cual estaba
luchando. Había educado a su partido en un entusiasmo
tan ardiente y en una disciplina tan severa
como entusiastas y disciplinados eran los soldados
de Cromwell. Pero también estaba en guardia contra
los excesos de entusiasmo que más de una vez habían
conducido a los partidos revolucionarios a las
quijotadas y a la derrota.
Guiado por este severo realismo, Lenin estuvo dedicado
después, durante cinco años, a la construcción
del Estado soviético. La máquina administrativa que
creó tenía poco en común con el modelo ideal que
había soñado en El Estado y la Revolución. Nacieron
un ejército poderoso y una policía política que
estaba en todas partes. La nueva Administración
reabsorbió gran parte de la antigua burocracia zarista.
Lejos de mezclarse con un «pueblo en armas», el
nuevo Estado, como el antiguo, estaba «separado del
pueblo y elevado por encima de él». A la cabeza del
Estado se hallaba la Vieja Guardia del partido, los
santos bolcheviques de Lenin. Cobró forma el sistema
del partido único. Lo que tenía que haber sido un
simple para-Estado fue de hecho un super-Estado.
Lenin no podía ser inconsciente de esto. Pero, durante
cinco años, tuvo o pareció tener la conciencia
tranquila, indudablemente porque se había retirado
de su posición bajo la presión abrumadora de las circunstancias.
La Rusia revolucionaria no podía sobrevivir
sin un Estado fuerte y centralizado. Un «pueDossier
Isaac Deutscher -11-
blo en armas» no podía defenderla contra los Ejércitos
Blancos y contra la intervención extranjera: para
eIlo era necesario un ejército centralizado y altamente
disciplinado. La Cheka, la nueva policía política —
sostenía—, era indispensable para la eliminación de
la contrarrevolución. Era imposible superar la devastación,
el caos y la desintegración social subsiguientes
a la guerra civil con los métodos de una
democracia de los trabajadores. La propia clase obrera
estaba dispersada, agotada, apática y desmoralizada.
La nación no podía regenerarse por sí misma,
desde abajo, Lenin creía que era necesaria una mano
fuerte para guiarla desde arriba, a lo largo de una
penosa era de transición cuya duración era imposible
predecir. Esta convicción le dio lo que parecía
ser una inquebrantable confianza moral en la orientación
adoptada.
Luego, como de repente, su confianza se derrumbó.
El proceso de construcción del Estado estaba ya muy
avanzado, y él mismo próximo a finalizar su vida
activa, cuando fue asaltado por agudas dudas, por el
temor y por la alarma. Comprendió que había ido
demasiado lejos y que la nueva maquinaria de poder
se estaba convirtiendo en una burla de sus principios.
Se sintió alienado del Estado que él mismo había
construido. En un Congreso del Partido, en abril
de 1922, el último al que asistió, expresó agudamente
esta sensación de enajenación. Dijo que había tenido
a menudo la sensación de un conductor cuando
de repente se da cuenta de que su vehículo no se
mueve en la dirección en que la guía. «Poderosas
fuerzas —declaró— han alejado al Estado soviético
de su «camino propio». Al principio hizo esta observación
como si fuera incidental, en un aparte, pero
la sensación que había por debajo se apoderó de él
hasta que le dominó completamente. Estaba ya enfermo
y padecía de períodos de parálisis esclerótica,
pero su mente funcionaba todavía con implacable
claridad. En los intervalos de los ataques de enfermedad,
luchó desesperadamente para hacer que el
vehículo del Estado se moviera «en la dirección correcta
». Fracasó una y otra vez. Los fracasos le confundieron.
Rumiaba las razones de ellos una y otra
vez. Empezó a sucumbir a una sensación de culpabilidad
y, finalmente, se halló en la agonía de una crisis
moral, crisis que era tanto más cruel cuanto que
agravaba su mortal enfermedad y era agravada por
ella. Se preguntaba qué era lo que estaba transformando
la República de los Trabajadores en un opresor
estado burocrático. Repasaba repetidamente los
familiares factores básicos de la situación: el aislamiento
de la revolución, la pobreza, la ruina y el atraso
de Rusia, el individualismo anárquico del campesinado,
la debilidad y la desmoralización de la clase
obrera, etc.
Pero algo distinto le golpeó entonces con gran fuerza.
Cuando observaba a sus compañeros, seguidores
y discípulos -aquellos revolucionarios convertidos
en gobernantes-, su comportamiento y sus métodos
de gobierno le recordaban, cada vez más, el comportamiento
y los métodos de la antigua burocracia
zarista. Pensaba en aquellos ejemplos de la historia
en que una nación conquista a otra pero luego, si la
nación derrotada representa una civilización superior
impone su propio modo de vida y su propia cultura
a los conquistadores, derrotándolos espiritualmente.
Concluyó que algo parecido podía ocurrir en
la lucha entre las clases sociales: el derrotado zarismo
estaba imponiendo, de hecho, sus propios patrones y
métodos a su partido. Fue irritante admitirlo, pero lo
admitió: el zarismo estaba conquistando espiritualmente
a los bolcheviques porque los bolcheviques
eran incluso menos civilizados que la burocracia del
zar.
Habiendo conseguido esta profunda y despiadada
visión de lo que estaba ocurriendo, observó a sus
seguidores y discípulos con creciente desánimo. Pensaba
cada vez con mayor frecuencia en los
dzierzhymordas de la antigua Rusia, en los gendarmes
y dirigentes del antiguo Estado policíaco, en los opresores
de las minorías nacionales, etc. ¿No se sentaban
ahora, como si hubieran resucitado, en el
Politburó Bolchevique? En este estado de ánimo escribió
su testamento, en el que decía que Stalin había
reunido ya demasiado poder en sus manos y que
el partido haría bien en separarle del cargo de secretario
general. En esta época, hacia finales de 1922,
Stalin estaba patrocinando una nueva constitución
que privaba a las minorías nacionales de muchos de
los derechos que hasta entonces se les habían garantizado
y que, en cierto sentido, restablecía la «Rusia
una e indivisible» de antaño al conceder poderes casi
ilimitados al Gobierno central de Moscú. Al mismo
tiempo, Stalin y Dzerzhinsky, el jefe de la policía
política, se dedicaban a una brutal eliminación de la
oposición en Georgia y en Ucrania.
En su lecho de enfermo, mientras luchaba con su
parálisis, Lenin decidió hablar y denunciar a los
dzierzhymorda, a los fanfarrones brutales que en
nombre de la revolución y del socialismo hacían revivir
la antigua opresión. Pero Lenin no se exoneró a
sí mismo de su responsabilidad; era presa del remordimiento,
que extinguía la débil llama de vida que le
quedaba pero que también le daba la fuerza necesaria
para realizar un acto extraordinario. Decidió no
limitarse a denunciar a Stalin y Dzerzhinsky, sino
confesar también su propia culpa.
El 30 de diciembre de 1922, engañando a sus médiDossier
Isaac Deutscher -12-
cos y enfermeras, empezó a dictar notas sobre la política
soviética para con las pequeñas nacionalidades,
notas que pretendían ser un mensaje al próximo
Congreso del Partido. «Soy, al parecer, fuertemente
culpable ante los trabajadores de Rusia»; tales fueron
sus palabras iniciales. Unas palabras que difícilmente
pronunciaría un gobernante, y palabras que
Stalin eliminó posteriormente y que Rusia leería por
vez primera treinta y tres años más tarde, después
del XX Congreso. Lenin se sentía culpable ante la
clase obrera de su país porque —decía— no había
actuado con suficiente decisión y lo bastante pronto
contra Stalin y Dzerzhinsky, contra su chauvinismo
granruso, contra la supresión de los derechos de las
pequeñas nacionalidades y contra la nueva opresión,
en Rusia, de los débiles por los fuertes. Ahora veía -
continuaba- en qué «pantano» de opresión había ido
a parar el Partido Bolchevique: Rusia era gobernada
nuevamente por la antigua administración zarista, a
la que los bolcheviques «solamente hablan dado un
disfraz soviético», y nuevamente las minorías nacionales
quedaban expuestas a la irrupción de ese auténtico
ruso, el chauvinista panruso, que es esencialmente
un canalla y un opresor como el típico burócrata
ruso»..
Este mensaje tuvo que ser ocultado al pueblo soviético
durante treinta y tres años. Pero creo que en estas
palabras: «Soy, al parecer, fuertemente culpable
ante los trabajadores de Rusia» —en su capacidad
para pronunciar estas palabras—, reside una parte
esencial de la grandeza moral de Lenin.
____________________
1. «The Listener», 5 de febrero de 1959 (capítulo
extraído de la obra Ironías de de la historia, Ed. Península,
Barcelona, 1969, tr. Juan Ramón Capella) .